Juan El Largo…

detail of man in wheelchair
Unknown author, CC0

Maybe he hablao desto antes, me disculpan.

La casa de al lao de casa era la casa de Juan «El Largo».

Realmente no se a ciencia cierta cuán enorme era Juan, desde que tuve memoria y hasta la última vez que lo vi estuvo en una silla de ruedas. Y claro, cuando uno es un nene de 6, 7, 8 años todo tiende a parecer gigante si hay que mirar pa’rriba pa verlo. Lo que sí puedo decir es que vi a Juan comer con un cucharón varias veces, un cucharón de esos que se usan pa mover el arroz, y que en las manos de Juan el cucharón parecía una cuchara regular.

Juan El Largo tenía diabetes, aunque yo no sabía deso cuando estaba nene. Lo que sí sabía era que a Juan le picaron una pierna; por eso estaba en silla de ruedas. Y también sabía que Juan estaba ciego; y por eso era que la casa de Juan siempre estaba a semi-oscuras, por eso era que las paredes estaban negras del sucio, el piso curtido, el techo sin pintar. El patio perdido entre la maleza y los mangós podridos. Las cucarachas y las ratas tenían allí un refugio. Juan se vestía de pijama, de esa tela tipo hospital militar que difícilmente se rompe, con todos los botones cerrados (algo para lo cual no necesitaba la vista), pero con un lado del pantalón más corto, el de la pierna amputada. La ropa de Juan, casi igual que las paredes de su casa.

A casa de Juan me mandaba mi Mai. A casa de Juan iba yo. Hasta que un día me negué a ir y mi Mai no me insistió más. Aunque creo que aprendí una lección.

No le tenía miedo a Juan, un tipo que ni los pillos del barrio le hacían frente. No, a pesar de que parecía un gigante, a pesar de que tenía una voz que retumbaba de un lao de la calle al otro, cuando Juan me hablaba ponía voz amigable y me preguntaba, «Anibita, como tu ta?»

No, Juan «El Largo» no me causaba miedo… pero si revulsión.

Mi mamá hacía comida todos los días para nosotros, para el resto de la calle que quisiera y no tuviera que comer, para El Neyo, para Juan El Largo, y lo que sobrara era para los cerdos del tío Claro. Casi todos los días venía al menos una persona a la casa a comer, o se intercambiaba comida con los vecinos. Casi todos los días antes del amanecer venía el tío Claro a llevarse la comida de los puercos.

Pero a Juan había que llevarle la comida.

Mi papá había cortao un hueco en la verja de cyclone fence, a veces pasaba la máquina de cortar grama en el patio de Juan y recogía par de mangos si estaban buenos. Por aquel hueco en el cyclone fence iba mi mamá a llevarle comida a Juan. Y con ella iba yo. Y después me mandaba a mi solo.

Al final del día, cuando el barrio ya había comido mi Mai recogía las sobras en el caldero de arroz, o hacia un chispo de arroz más, le metía un cucharón al caldero y me daba las instrucciones:

A veces me decía, «Llévale eso a Juan, déjaselo en la cocina.» Esas veces eran buenas porque significaba que Juan estaba durmiendo y no tendría que verle la cara. Y al otro día por la mañana el caldero aparecía en el balcón de Juan así que ni tan siquiera había que entrar a la casa.

Pero, a veces mi Mai me decía, «Llévale eso a Juan. Espera el caldero que no tengo mas ninguno.» Y eso, eso para mi era tortura. Tener que cruzar el hueco de la verja, caminar por el patio cundío, entrar en la casa con las paredes prietas, ver la pierna picá de Juan, las esquinas oscuras de la casa. Esperar a que comiera.


Creo que, sin decirlo explícitamente, mi mamá me dio una buena lección. Que hay que tratar lo mas posible de hacer el bien a los demás, incluso cuando esas personas no puedan hacer el bien por ti.

Especialmente cuando no pueden hacer nada por ti.


Aunque tiene mil errores, este es uno de los pocos cuentos que he escrito que me gusta releer.

Me gusta porque es real…